jueves, 24 de mayo de 2012
Una segunda oportunidad
Una noche calurosa de un 24 de mayo de 2010.
Una habitación solitaria, silenciosa, con olor a plástico a desinfectante.
Me encontraba recostado sobre el duro colchón de la cama, boca arriba, contando los puntos que había en el techo, tratando de desviar mis pensamiento hacia cosas básicas y banales, alejando de mi mente los temores que me acechaban, la pena, la añoranza y la impotencia.
Pero por encima de todas esas cosas: la soledad.
Me di cuenta de lo solo que se encuentra el ser humano ante algo tan sublime como la muerte.
Puedes tenerlo todo en vida, en cambio no tener nada en la muerte.
No hay nada que pueda mantenerte atado si esta decide que ha llegado tu momento.
Creo que nadie podrá saber nunca lo que sentí, a no ser que se haya enfrentado a la misma situación.
El saber que no había marcha atrás me hizo no pensar en un futuro más allá del 25 de mayo de ese año: Para mí no estaba seguro el futuro, no hice planes para más adelante (aunque una parte de mí seguía pensando que todo iría bien, mi parte racional me ataba a la vorágine destructiva).
Las horas pasaban y cada bocanada de aire era un regalo para mí, cualquiera podía ser la última.
No dejé de pensar en la gente que había significado algo para mí, y cómo sería su vida si yo no llegase a salir del hospital.
Pensé en todas las cosas que me iba a perder, cosas estúpidas, pero que en ese momento para mí valían como oro en paño.
Maldije todos los momentos que desaproveché, el tiempo tirado a la basura, el no haberme enfrentado a algunas circunstancias.
Y ahí estaba yo, tumbado en la cama, esperando el momento de la verdad, a que la moneda fuese lanzada al aire y se declinase por un lado u otro de la balanza.
La noche se hizo eterna, y sobra decir que apenas logré conciliar el sueño.
Mi corazón palpitaba a cien por hora, y en ese momento lo único que hubiese querido hacer hubiera sido huir, escapar lejos, detener las manecillas del reloj.
Cualquier cosa que me liberase del destino.
Pero hay promesas que valen más que el miedo, y el amor vale más que la propia vida.
Di un paso firme sobre un terreno agrietado.
Las horas pasaron y llegó el momento: Debía bajar a quirófano.
Lo único que recuerdo es un mar de lágrimas.
No fue por nada en concreto, pero todos mis miedos se manifestaron de golpe.
Me sentía débil e insignificante.
Fui trasladado en camilla por pasillos interminables, donde lo único que se veía era la luz de los fluorescentes del techo y ráfagas de gente que cruzaba de un lado a otro.
Aún me estremezco al recordarlo.
Y, curiosamente, ese fue en el momento en el que me sentí realmente vivo: Cuando vi la fragilidad del ser humano, contemplando que nada es eterno y que un segundo puede marcar la diferencia.
Afortunadamente para mí, esta historia finalizó exitosamente.
Creo que ya no veo la vida con los mismos ojos: ahora aprecio sustancialmente las cosas que me rodean y trato de disfrutar con todas y cada una de las cosas que hago y sobre todo hacer feliz a la gente que me importa, porque descubrí que la risa es capaz de sacar el coraje refulgente.
Es mi cometido, o así quiero yo que sea.
La vida vale demasiado, y si sólo lloras, las lágrimas no dejarán que aprecies los matices que esta te ofrece.
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