lunes, 26 de julio de 2010

Ahora creo en ellos

Avancé recelosa con un paso lento, como si mis pies hubiesen abandonado la flexible y tierna carne humana y fuesen una especie de compuesto entre la piedra y el metal. Increíblemente pesadas, inconvenientemente lentas. Con tanta tensión acumulada, incluso aquellas pisadas sobre el parqué fueron como una bomba cuya explosión alertaba a mis enemigos de mi presencia.
Aunque, en realidad, daba igual lo que hiciera. Ellos ya sabían que yo estaba allí.
Lo sabían antes de mi llegada, porque no podría haber ninguna otra persona en el mundo, salvo ellos, que quisieran citarme aquí.
Perdón, he dicho persona. La gente normal los conoce como espectros.
Para mí, personalmente, coşmaruri.
A pesar de que la puerta estaba cerrada, desde el pasillo pude escuchar el graznar de los cuervos y el ulular de las tórtolas. Pobrecitas. Tan inocentes y tan fuera de lugar como yo.
Las paredes ya se encontraban desconchadas, y llenas de pintadas, provocadas por el vandalismo juvenil. A mi derecha tropecé con una encimera, sobre la cuál descansaban los pedazos cristal del espejo colgado sobre ella, el mismo que poseía forma de trébol, completamente oxidado. Unas pequeñas trazas de los extremos dejaron entrever que algún día ese metal fue barnizado con una pintura dorada.
La luz anaranjada del ocaso que se filtraba por la mal tapiada ventana hizo posible que pudiese contemplar el horror que se concentraba en aquellas cuatro paredes.
Eran martillazos, uno detrás de otro. El sonido de los gritos desgarradores de gente que perdía la vida en un asalto a mano armada, chasquidos de dientes, muebles que se quebraban, el filo de un cuchillo atravesando la piel de las víctimas. Y un disparo. Después del disparo llegó la calma. Sólo las moscas después de tanto tiempo continuaban esa macabra escena.
Mi corazón latía muy deprisa, mucho más que cuando me vi perdida en el umbral, entre las malas hierbas y las grietas del tiempo que habían azotado la pequeña villa.
Podría haberme ido si quisiera, pero me pidieron que llegase ahí por alguna extraña razón.
Si hay una regla general para ellos, es que no pueden decirnos lo que quieren, aunque creo que realmente no lo saben, simplemente es un instinto que les aferra, y la impotencia de no poder solucionarlo va turbando aún más lo poco que queda de su conciencia.
Así que, no me quedó más remedio que agudizar mis sentidos al máximo, y no confiarme sólo de lo que los ojos pudiesen ver, ni de lo que los oídos pudiesen escuchar, mucho menos lo que las manos pudiesen tocar.
El engaño debe ser procesado por todos y cada uno de los sentidos, hasta que llegue al Juez Patriarca: la mente.
Al tropezarme con ellos, inevitablemente, me convertí en su Ghid, uno de los pocos que puede sentir sus horrores, interpretarlos, y ser como el saco de boxeo sobre el que descargan su ira.
Cuando llegué al final del recibidor pasé bajo un arco de madera comido por el moho y la humedad.
A mi derecha se encontraba el pasillo que llevaba al resto de las habitaciones.
Aquí note una punzada más de dolor en el pecho. Una ráfaga de aire frío me golpeó como si fuese un huracán.
La mujer de unos cuarenta años salía de la tercera puerta de la derecha, al fondo. Corría, gritaba y propinaba maldiciones. Sus brazos estaban llenos de cortes provocados por algún objeto afilado y no llevaba ningún tipo de ropa que cubriese sus pechos.
Un poco más atrás la perseguía un hombre de la misma edad, increpándola y ordenándola que se detuviese.
Alzaba en su mano derecha un machete de caza bañado con la sangre de aquella mujer.
Por más que corrió fue alcanzada al llegar a mi posición. El hombre se abalanzó sobre ella, provocando que cayese de bruces contra el suelo, provocando un sonoro chasquito que le rompió la nariz a la mujer.
Y poco después, llegó el corte en el cuello que la hizo desaparecer.
Ella le pidió que se detuviese. Por favor. No tuvo compasión.
Ni tan si quiera por el hijo pequeño que tenía.
En ese mismo instante, años después, seguía vivo ese recuerdo.
Pero ella ya no corría, pero seguía gritando. No caminaba, ni si quiera sé cómo hacía para moverse.
El caso es que estaba allí, junto a la tercera puerta de la derecha, al fondo.
Sólo recuerdo su cara, pálida, y los ojos lloros. El resto de su cuerpo afloraba como una telaraña suspendida en el aire.
Sí, yo también hubiera dicho que estoy loca. Siempre me reí de la gente que creía en estas cosas.
Pero la vida me llevó por ese pedregoso camino de sombras.
No me queda otro remedio que aceptarlo: Ahora creo en ellos.

------------------------------------------
Coşmaruri: Pesadilla en rumano.
Ghid: Guía en rumano
------------------------------------------
Capítulo piloto de futuro relato: Ahora creo en ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario