viernes, 2 de noviembre de 2012

Relato erótico, "Bianca"


-Para mí un cortado-pidió Abigail al camarero del bar que se situaba frente a la oficina-¿Y tú qué quieres, Bianca?
-¿Perdón?
-Que qué vas a tomar-bufó.
-Café con leche, por favor-respondió al camarero-. La leche, si puede ser, que sea del tiempo.
El camarero sonrió cortésmente y se marchó. Cuando devolví la vista al frente, Abigail me escrutaba el rostro.
-¿Qué te ha pasado en este fin de semana que te ha dejado por las nubes?
Solté un suspiro. ¿Por dónde empezar?
-¿Otro hombre?-recriminó-¿Cuántos van ya? En tres meses te has acostado con cuántos ¿15 tal vez?
Fruncí el ceño.
-¿Me lo dices tú o la envidia que te corroe?-escupí, envenenada-. Abi, con este no es como con los demás, le veo mucho futuro a esta relación.
El rostro receloso de mi compañera se difuminó hasta convertirse en uno más afable.
-¿Y desde cuándo le conoces?
Esa pregunta ya me gustaba más.
-Desde hace una semana- al recordar nuestro primer encuentro, un escalofrío me recorrió la espalda-. El otro día estuve de compras en una lujosa tienda de ropa, de estas de escándalo que tanto están de moda. Pues bien, él es el encargado, y al verme tan divina con esos vestidos cualquiera se resiste.
Hemos pasado un fin de semana alucinante, Abi, de verdad. Me trata como a una auténtica reina.
El camarero trajo ambos cafés y yo estaba tan entusiasmada contando mi relato, que le di un sorbo al café sin haberle echado antes el azúcar.
-Espero que no te equivoques y sea el definitivo- deseó Abigail con un cierto toque de preocupación en su voz. Me cogió la mano y me la apretó fuerte-. No quiero volver a verte sufrir, no lo mereces.
-Gracias, amiga.
Se portaba conmigo, más que como lo hacía una amiga.
Era más bien como la madre que había perdido en mi niñez a causa de una grave enfermedad que alargó su sufrimiento hasta límites insospechados, siento lenta y tortuosa, debido a que nuestra familia carecía del poder adquisitivo suficiente como para poder costear todos los gastos para paliar los efectos nocivos de la enfermedad.
Era una espina que llevaba clavada en el pecho desde temprana edad y, por más que lo pienso, creo que ha sido uno de los motivos que me ha convertido en una persona ambiciosa y ávida de poder: La imagen de ver cómo el dinero puede marcar la diferencia abismal en determinadas ocasiones entre la felicidad y la amargura
-¿Y... en la cama qué tal es?-preguntó Abigail en tono picarón, bajando la voz.
Normalmente era muy correcta y prudente a la hora de hacer preguntas sobre mis relaciones, ya que ella era muy clásica, pero como yo igualmente contaba todos los detalles escabrosos, en ocasiones no esperaba a que fuese yo quien los dijese.
Poco a poco, iba rompiendo ese cascarón suyo tejido de clasicismo.
-Es una fiera-relaté. Tiene su lado tierno, sabe llevarme al cielo con sus besos. Y no veas lo bien que come el coño.
-¡Bianca, por favor!-se escandalizó la mujer-. Habla más bajo que en este bar todo el mundo nos conoce.
Se ajustó el cuello de la camisa y observó a nuestro alrededor por si alguien nos estaba escuchando.
-¡Que escuchen, así aprenden!-vociferé-. Si hicieran con el clítoris lo mismo que con el joystick de la consola, todas gozaríamos más en la cama.
-¿Qué tal calzaba?-insistió, ruborizada.
Solté una leve risita.
-Normalita, aunque algo gorda, pero me llenaba más que otros pollones que me he encontrado, que no sabían ni por dónde empezar-argumenté.
Abigail se santiguó y comenzó a carcajearse.
-¡Qué poca vergüenza la mía!-exclamó-. Te he preguntado antes por su… que pro su nombre.
-Ernesto-revelé con una amplia sonrisa en el rostro-. Y si me disculpas, voy a llamarle por teléfono para ver cómo está.
Me levanté de la silla mientras macaba su teléfono.
Mi corazón latía a mil por hora, las manos me sudaban. Todo mi cuerpo mandaba señales de auxilio, necesitaba sentir su tacto de nuevo. Por una parte me encontraba encantada con este estado de euforia interna, pero por otro lado temía que eso me hiciera débil y me sometiese a él, convirtiéndome en un ser carente de carisma, ser frágil, y en el momento en el que más predispuesta me sintiese a satisfacer sus caprichos, me arrojase al vacío como a un perro viejo.
-¿sí?-contestó su voz, quebrada. Parecía algo adormilado.
Comencé a caminar en círculos, una costumbre que tenía siempre que hablaba por teléfono.
-¿Te he despertado, amor?
Se hizo un pequeño silencio, aunque le escuchaba respirar. Sus neuronas estarían despertándose y no habrían procesado aún la simple pregunta.
-No, ya estaba despierto, pero estaba en la cama haciendo el pensamiento de levantarme.
Lo que yo decía, estaba adormilado.
-Llevo toda la mañana pensando en ti, y espero que tú estés haciendo lo mismo-susurré dulcemente.
De pronto, una tercera voz irrumpió en nuestra conversación al otro lado del teléfono:
-¿Quién es mi vida?
Se trataba de una voz femenina.
Mi corazón se heló de pronto.
-Uno de los proveedores de la tienda, no te preocupes-mintió Ernesto a la otra. O, espera un momento. La otra era yo-. Bianca, escucha-añadió bajando el tono de voz hasta ser un sonido casi inaudible-. Ha sido maravilloso, pero estoy casado y lo nuestro no ha sido más que cuatro polvos esporádicos, brutales, pero sólo polvos. Espero que lo entiendas.
La respiración se aceleraba en mi pecho, me costaba incluso tragar mi propia saliva.
-Sí, lo entiendo-espeté-. Entiendo que eres un desgraciado de mierda y que esta me la vas a pagar.
-Tranquilízate, por favor-me pidió con voz nerviosa.
Solté una risa irónica.
-¿Encima te crees en condiciones de pedir?-rugí-. No sabes, pero has ido a joder a la zorra equivocada. Tengo muy mala hostia y para mí, remordimiento es el nombre de una planta.
-¿Qué piensas hacer?- se estaba acojonando.
-Retorcerte las pelotas de una forma que ninguna otra zorra te ha hecho jamás-contesté, serena, aunque mis ojos estaban desbordados de lágrimas de rabia y desilusión.
No iba a permitir jamás de los jamases que nadie volviese a quedar por encima de mí.
Con ser tonta una vez en mi vida había tenido suficiente.
-Siento haberte hecho daño-lamentó con falsa aflicción.
Y demasiado tarde.
-Tranquilo, no me has hecho daño-mentí, tratando de sonar lo más convincente posible, aunque las lágrimas comenzaban a ahogarme y no tardaría en tartamudear-. Ni si quiera me has hecho daño en la cama. Cada vez que gemía porque me partías el pistacho no era más que para no hundirte. He tenido polvos mejores. Ah, y recuerdos a Celeste.
Colgué el teléfono y me dirigí rabiosa hasta la mesa.
-Abigail, olvida la conversación que acabamos de tener-tercié-. Necesito que me digas de una copistería cercana: tengo una cosa que hacer.

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