-Para mí un
cortado-pidió Abigail al camarero del bar que se situaba frente a la oficina-¿Y
tú qué quieres, Bianca?
-¿Perdón?
-Que qué vas
a tomar-bufó.
-Café con
leche, por favor-respondió al camarero-. La leche, si puede ser, que sea del
tiempo.
El camarero
sonrió cortésmente y se marchó. Cuando devolví la vista al frente, Abigail me
escrutaba el rostro.
-¿Qué te ha
pasado en este fin de semana que te ha dejado por las nubes?
Solté un
suspiro. ¿Por dónde empezar?
-¿Otro
hombre?-recriminó-¿Cuántos van ya? En tres meses te has acostado con cuántos
¿15 tal vez?
Fruncí el
ceño.
-¿Me lo
dices tú o la envidia que te corroe?-escupí, envenenada-. Abi, con este no es
como con los demás, le veo mucho futuro a esta relación.
El rostro
receloso de mi compañera se difuminó hasta convertirse en uno más afable.
-¿Y desde
cuándo le conoces?
Esa pregunta
ya me gustaba más.
-Desde hace
una semana- al recordar nuestro primer encuentro, un escalofrío me recorrió la
espalda-. El otro día estuve de compras en una lujosa tienda de ropa, de estas
de escándalo que tanto están de moda. Pues bien, él es el encargado, y al verme
tan divina con esos vestidos cualquiera se resiste.
Hemos pasado
un fin de semana alucinante, Abi, de verdad. Me trata como a una auténtica
reina.
El camarero
trajo ambos cafés y yo estaba tan entusiasmada contando mi relato, que le di un
sorbo al café sin haberle echado antes el azúcar.
-Espero que
no te equivoques y sea el definitivo- deseó Abigail con un cierto toque de
preocupación en su voz. Me cogió la mano y me la apretó fuerte-. No quiero
volver a verte sufrir, no lo mereces.
-Gracias,
amiga.
Se portaba
conmigo, más que como lo hacía una amiga.
Era más bien como la madre que había perdido en mi niñez a causa de una grave enfermedad que alargó su sufrimiento hasta límites insospechados, siento lenta y tortuosa, debido a que nuestra familia carecía del poder adquisitivo suficiente como para poder costear todos los gastos para paliar los efectos nocivos de la enfermedad.
Era más bien como la madre que había perdido en mi niñez a causa de una grave enfermedad que alargó su sufrimiento hasta límites insospechados, siento lenta y tortuosa, debido a que nuestra familia carecía del poder adquisitivo suficiente como para poder costear todos los gastos para paliar los efectos nocivos de la enfermedad.
Era una
espina que llevaba clavada en el pecho desde temprana edad y, por más que lo
pienso, creo que ha sido uno de los motivos que me ha convertido en una persona
ambiciosa y ávida de poder: La imagen de ver cómo el dinero puede marcar la
diferencia abismal en determinadas ocasiones entre la felicidad y la amargura
-¿Y... en la
cama qué tal es?-preguntó Abigail en tono picarón, bajando la voz.
Normalmente
era muy correcta y prudente a la hora de hacer preguntas sobre mis relaciones,
ya que ella era muy clásica, pero como yo igualmente contaba todos los detalles
escabrosos, en ocasiones no esperaba a que fuese yo quien los dijese.
Poco a poco,
iba rompiendo ese cascarón suyo tejido de clasicismo.
-Es una
fiera-relaté. Tiene su lado tierno, sabe llevarme al cielo con sus besos. Y no
veas lo bien que come el coño.
-¡Bianca,
por favor!-se escandalizó la mujer-. Habla más bajo que en este bar todo el
mundo nos conoce.
Se ajustó el
cuello de la camisa y observó a nuestro alrededor por si alguien nos estaba
escuchando.
-¡Que
escuchen, así aprenden!-vociferé-. Si hicieran con el clítoris lo mismo que con
el joystick de la consola, todas gozaríamos más en la cama.
-¿Qué tal calzaba?-insistió,
ruborizada.
Solté una
leve risita.
-Normalita,
aunque algo gorda, pero me llenaba más que otros pollones que me he encontrado,
que no sabían ni por dónde empezar-argumenté.
Abigail se
santiguó y comenzó a carcajearse.
-¡Qué poca
vergüenza la mía!-exclamó-. Te he preguntado antes por su… que pro su nombre.
-Ernesto-revelé
con una amplia sonrisa en el rostro-. Y si me disculpas, voy a llamarle por
teléfono para ver cómo está.
Me levanté
de la silla mientras macaba su teléfono.
Mi corazón
latía a mil por hora, las manos me sudaban. Todo mi cuerpo mandaba señales de
auxilio, necesitaba sentir su tacto de nuevo. Por una parte me encontraba
encantada con este estado de euforia interna, pero por otro lado temía que eso
me hiciera débil y me sometiese a él, convirtiéndome en un ser carente de
carisma, ser frágil, y en el momento en el que más predispuesta me sintiese a
satisfacer sus caprichos, me arrojase al vacío como a un perro viejo.
-¿sí?-contestó
su voz, quebrada. Parecía algo adormilado.
Comencé a
caminar en círculos, una costumbre que tenía siempre que hablaba por teléfono.
-¿Te he
despertado, amor?
Se hizo un
pequeño silencio, aunque le escuchaba respirar. Sus neuronas estarían
despertándose y no habrían procesado aún la simple pregunta.
-No, ya
estaba despierto, pero estaba en la cama haciendo el pensamiento de levantarme.
Lo que yo
decía, estaba adormilado.
-Llevo toda
la mañana pensando en ti, y espero que tú estés haciendo lo mismo-susurré
dulcemente.
De pronto,
una tercera voz irrumpió en nuestra conversación al otro lado del teléfono:
-¿Quién es
mi vida?
Se trataba
de una voz femenina.
Mi corazón
se heló de pronto.
-Uno de los
proveedores de la tienda, no te preocupes-mintió Ernesto a la otra. O, espera
un momento. La otra era yo-. Bianca, escucha-añadió bajando el tono de voz
hasta ser un sonido casi inaudible-. Ha sido maravilloso, pero estoy casado y
lo nuestro no ha sido más que cuatro polvos esporádicos, brutales, pero sólo
polvos. Espero que lo entiendas.
La
respiración se aceleraba en mi pecho, me costaba incluso tragar mi propia
saliva.
-Sí, lo
entiendo-espeté-. Entiendo que eres un desgraciado de mierda y que esta me la
vas a pagar.
-Tranquilízate,
por favor-me pidió con voz nerviosa.
Solté una
risa irónica.
-¿Encima te
crees en condiciones de pedir?-rugí-. No sabes, pero has ido a joder a la zorra
equivocada. Tengo muy mala hostia y para mí, remordimiento es el nombre de una
planta.
-¿Qué
piensas hacer?- se estaba acojonando.
-Retorcerte
las pelotas de una forma que ninguna otra zorra te ha hecho jamás-contesté,
serena, aunque mis ojos estaban desbordados de lágrimas de rabia y desilusión.
No iba a
permitir jamás de los jamases que nadie volviese a quedar por encima de mí.
Con ser
tonta una vez en mi vida había tenido suficiente.
-Siento
haberte hecho daño-lamentó con falsa aflicción.
Y demasiado
tarde.
-Tranquilo,
no me has hecho daño-mentí, tratando de sonar lo más convincente posible,
aunque las lágrimas comenzaban a ahogarme y no tardaría en tartamudear-. Ni si
quiera me has hecho daño en la cama. Cada vez que gemía porque me partías el
pistacho no era más que para no hundirte. He tenido polvos mejores. Ah, y
recuerdos a Celeste.
Colgué el
teléfono y me dirigí rabiosa hasta la mesa.
-Abigail,
olvida la conversación que acabamos de tener-tercié-. Necesito que me digas de
una copistería cercana: tengo una cosa que hacer.