Aunque ya no pestañee, y todo mi cuerpo esté cubierto de escarcha, aún escucho el susurro de las olas, y no sé a qué distancia se encuentren, pero sé que están ahí, haga sol, llueva, seguirán lanzando mensajes al viento, pero es posible que nunca lleguen a oídos que sepan interpretarlas.
Mi cuerpo se apoya en la grava, donde no todos los granos de arena son redondos, también los hay afilados.
Las olas prosiguen rugiendo, y cada vez que rompen siento fluir la sangre por mis venas como la explosión de un poderoso fulgor.
No importa ya si mis párpados pesan toneladas, mis pupilas se dilatan al ver el sol en lo alto del cielo. Entonces una bocanada de aire al expirar un poco de aliento me describe lo que las palabras no alcanzan a mostrarme.
No eran las olas las que rugían, eran mis latidos.
Todos llevamos un mar dentro, un mar en calma, pero también un lugar lleno de tormentas.
Seamos un mar bravío cada vez que un dique pretenda retenernos. No podrán.
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